A principios de siglo XX la moda aparece dominada por el afán de lujo, fiestas y boato que caracteriza a la sociedad del momento; es la llamada “Belle Epoque”. La forma de S define la silueta de la mujer. El cuerpo permanece rígido, con el busto hacia delante apuntalado por el corsé y las caderas hacia atrás. La falda, ajustada en las caderas, se acampana en el bajo dando opción a una pequeña cola. La rigidez de la línea encuentra su contrapunto en la exagerada exuberancia de los accesorios y adornos: las blusas se llenan de encajes, cintas y lazos, los adornos preferidos son las plumas de avestruz y las boas.
Los zapatos se hacen puntiagudos y con tacones barrocos. Se usan medias de seda, guantes, sombrillas y pequeños abanicos. La joya de moda son las perlas. Pero a medida que avanza la época las cosas cambian ligeramente. Siguiendo las huellas de Worth, surgieron nuevas casas de Alta Costura.
En 1906 es Paul Poiret el modisto que liberó a las mujeres del corsé y creó prendas más desestructuradas y cómodas, dando una mayor funcionalidad a los vestidos; además, fue el primero que lanzó su propio perfume y descubrió la magia de oriente. Ahora, los tonos malvas se cambian por tonos más intensos y las faldas se hicieron más estrechas.
Incluso los maquillajes sucumbieron a la fiebre orientalista y adoptaron los tonos púrpura y oro que habían fascinado a Helena Rubinstein, fundadora de la primera multinacional de cosméticos de la historia.
Autor: Begoña Carreres Rodríguez para revistadehistoria.es